jueves, 26 de marzo de 2009

Prosit Neujahr!


Era 31 de diciembre, una madrugada cálida y agradable, Tomás Reining, vestido con unas bermudas petróleo y una remera verde inglés, descalzo, con el pelo largo y la barba crecida, estaba sentado en el escritorio de su cuarto de la casa de su abuela en Martínez, con un té de escarambujo en un jarrito con la cara de Gustav Mahler, mientras escuchaba la Séptima Sinfonía de Anton Bruckner, dirigida por Eugen Jochum con la Orquesta Filarmónica de Berlín. Sus pensamientos se iban a la capital alemana, y si bien escuchaba atentamente la música de Bruckner, recordaba la parte en la que Don Alvaro, alistado en el ejército en Italia, peleando contra los alemanes dice: “Sevilla… Leonora… ¡O recuerdos!”, sólo que en lugar de Sevilla, iba Berlín, y en lugar de Leonora iba otro nombre. De repente le daba un sorbo a su jarrito, y miraba la figura de Mahler, amor de su adolescencia tardía, se remontaba a sus 18 años, cuando evocaba sus primeros viajes a Europa, la Viena Imperial, el maravilloso reino de Bohemia y Moravia, luego, su estadía en Berlín, entonces estaba enceguecido con Mahler, le encantaba todo ese juego alegre y ensoñador que evocaban la decadencia de un imperio y de una Era entre Praga, la ciudad dorada, las mágicas aldeas de Bohemia, los gitanos de Transilvania, y la elegancia decadentista de la Viena del 1900, la última vez que sería una ciudad grandiosa y capital de un vasto imperio.
Pero en ese vasto y multifacial imperio, había otra cara, que nada o muy poco tenía que ver con el decadentismo, con el expresionismo, los escritores vanguardistas, el erotismo, los poemas sinfónicos, Freud y el psicoanálisis; las aldeas checas, y los zíngaros. Esta cara de la Viena de los Habsburgo, era recibida con moderación incluso por la clase dominante en esa época, la aristocracia austríaca, húngara y alemana, quienes preferían vivir despreocupadamente, dándose a su modo, a la decadencia imperante. Las caras visibles de esa otra gran cara, eran los misántropos, austeros y hoscos austríacos y alemanes, aquellos que reivindicaban un pasado glorioso del Sacro Imperio Romano Germánico, donde los emperadores eran caudillos y su poder era casi como el de un cardenal o un Papa, estos hombres ejercían su poder en las grandes catedrales góticas, eran valerosos guerreros, austeros en extremo, su religiosidad era inconmensurable. El más fiel exponente de esta cara de la Viena Imperial, era Anton Bruckner, un anciano solterón, sencillo, organista en su abadía y extremadamente católico. Su arte no tenía nada de vanguardista, ni decadente. Jamás un poema sinfónico, ni una ópera: sólo sinfonías clásicas beethovenianas en cuatro movimientos, misas, motetes, te deum, eso era Bruckner, su música era austera, solemne, religiosa “a la española”, si entendemos la religiosidad de la España del siglo XVI, bajo los Austrias. Obviamente, que toda esta mojigatería, no podía atraer a un chico de 20 años, que a pesar de ser melancólico y solitario, en el fondo de su ser, sentía una gran alegría y ganas de vivir. Fue durante el 2008, que el arte de Bruckner, penetró en Tomás Reining, de la mano de su “tutor”, al estilo que lo eran los amigos mayores de los jóvenes de condición en la Antigua Grecia: su querido amigo que había conocido en Berlín: Wilhelm Fassbaender. Wilhelm era sólo un año mayor que Tomás, pero le infundía tanto respeto, que jamás pudo llamarlo por ningún apodo, habían vivido juntos, durante un año y medio en Berlín, y Tomás, cuya madre había muerto cuando él tenía 15 años, y no veía en su padre a un referente, tomó a Wilhelm como su tutor intelectual y espiritual. De todo lo que le enseñó Wilhelm a Tomás Reining, sólo hubo algo en lo que tardó varios años en iniciarlo, y fue en la música de Bruckner. Tomás, quien intentaba sobrellevar la ausencia y el recuerdo de su madre, la indiferencia hacia su padre, y el resto de su familia, deseaba vivir un mundo de quimeras, alegre y efímero, pero intelectual, como aquella Viena decadente del año 1900, aquella ciudad en la que Mahler mostraba su música intelectual, vanguardista, chispeante y con un dejo de decadencia.
Tomás Reining, acabó de tomar su té de escarambujo, y le dio un vistazo a su jarrito con la cara de Gustav Mahler y se le figuró el consultorio de su psicoanalista, lo vio todo claramente, las pinturas de Klimt, el diván, el sillón, la lámpara de pie, la alfombra, las cortinas verdes, los varios diplomas enmarcados en la pared, entre los que sobresalía grande el de la Universidad de Buenos Aires, entonces se acordó de un artículo que había escrito hacía un tiempo, al que le había dado el pintoresco título de “La sexualidad del bruckneriano celibidacómano”, que tenía intención de publicar en una revista ameteur de música clásica online, y Wilhelm lo desautorizó rotundamente, diciendo que ese artículo era digno de un fiel de la religión maradoniana: en él hablaba de varones taciturnos, mesurados, generalmente muy religiosos, que sentían inclinación por las ciencias duras, la mayoría de ellos ingenieros, matemáticos o físicos, o estudiantes de alguna de estas disciplinas.
Entonces, abrió su cuenta y se puso a escribir un mail a Wilhelm, en alemán, por supuesto. El mail decía así:

Querido Wilhelm,

te escribo desde mi austral ciudad para desearte un próspero 2009. Te comento que acabo de escuchar la Séptima Sinfonía de Bruckner, y ahora estoy con un Motete, si tengo algo de resistencia, voy a despedir el año con el Te Deum. Estoy escuchando la versión de Jochum, todavía no llego a Celibidache: quién te dice, en dos años esté estudiando Ingeniería Industrial, y comulgando todas las vísperas ¡Dios Santo! Me parece que el té de escarambujo que estoy tomando tiene alguna sustancia alucinógena, por las incoherencias que estoy diciendo.
Dilecto amigo, he tomado la decisión: en abril a más tardar, me voy a Berlín y me quedo hasta que me plazca, mi madre es un precioso tesoro que guardo siempre conmigo, ya nada me duele ya en esta tierra, espero que no me duela crecer y hacerme hombre, con tu Bendición, y la de Dios Padre, Nuestro Señor.

Mis mejores augurios!
Tu Tomás Reining.


Manuel Lamas, 31 de diciembre de 2008

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