jueves, 26 de marzo de 2009

A Hans Castorp


Hoy escribo desde mí mismo, en primera persona, no digo mi nombre, porque lo considero inapropiado. Siempre anhelé conocerte, fuiste desde mi primera adolescencia, desde mi niñez casi, mi modelo a seguir; te dí mil nombres y encarnaciones en jóvenes que conocí aquí y allá. Deseaba conocerte desde antes de saber que existieras. Admiré en vos: tu sencillez, tu avidez de conocimiento, tu temperamento tranquilo y racional, en contrapartida a mí: tan pasional, temperamental, tan meridional y tan eslavo. Tus virtudes germanas: austeras y mesuradas, fueron lo que nos permitió a gente como yo, llamarte: “pequeño burgués mimado por la vida”, y fui yo tan simple de creer ser como vos, ¡más no! Fuiste cual Parsifal, disputado entre dos fuerzas, lo sobrenatural y la razón, el viejo orden y el progreso de la modernidad, los totalitarismos y la democracia, la Mongolia Moscovita y la civilización occidental.
Hoy entiendo que no estamos hechos el uno para el otro, mis héroes en los que te encarné: Sebastián von Schloss, Augustin von Reichenau, Sebastián Reining y Tomás Reining, sólo se parecen a vos en que son “niños mimados por la vida”, ellos no son arrojados, ni valerosos en el combate, están hechos para gozar con los sentidos y con el cuerpo, para amar y ser amados. Sin embargo, ellos son libres y vos no lo sos Hans, vos sos prisionero de tus circunstancias, y eso te hace a mis ojos, despreciable, como lo fue Goldmundo cuando lo conocí a los dieciséis años, ya que libre sólo es aquél que defiende sus convicciones hasta las últimas consecuencias, aquél que jamás reverenciará una ley tirana, ni una batalla que le dé honor. Mis héroes se parecen más bien a quienes han sido tus amores y contrapartidas: Clavdia Chauchat, Pribislav Hippe, y Narciso en el caso de Goldmundo. Hoy, me arrepiento de haber recreado tu escena del patio de la escuela, que tanta esperanza y alegría me dio durante años, ya que en realidad ni los encuentros entre Sebastián von Schloss y Agustín von Reichenau, ni Sebastián Reining y Vladislav von Wasserfahl, ni Sebastián Reining y Lenka Abdeyeva, ni Tomás Reining y Wilhelm Fassbaender, eran en realidad un encuentro entre vos y yo, sino un que fueron un encuentro mío, con lo que yo había soñado que vos fueras, que no es otra cosa que yo mismo.
No obstante Hans Castorp, hoy casi rompo a llorar cuando te vi a vos, el pequeño burgués, alemán, luterano, y extremadamente circunspecto, mimado por la vida, vos que eras tan ávido de conocimiento, que tu alma sencilla y pura, fue solidaria con todos a quienes conociste, que amaste en secreto cuando tenías trece años a Pribislav Hippe, y volviste a ver esos ojos de tártaro, en Clavdia Chauchat, de quien te enamoraste perdidamente, manteniendo siempre tu lugar y recato. Hoy, cuando te ví caer en un lodazal, en una espeluznante batalla, luchando para el Kaiser, vos, Hans Castorp, mi amado Hans Castorp, un soldado prusiano, sirviendo al progreso de la civilización occidental que pregonaba el asqueroso francmasón italiano, Lodovico Settembrini, levantándose torpemente rumbo a una muerte casi segura, y cantabas la Canción del Tilo de Schubert: ¿Te elevará algún día el amor?


Manuel Lamas, Buenos Aires, 26 de marzo de 2009

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