domingo, 1 de abril de 2007

El Anhelo



E vivo ancor, dijo el barítono italiano con tono desesperado, y cayó el telón, poniendo fin a la representación de Il Trovatore en el Teatro Colón. La sala estalló en aplausos, las luces se encendieron, los cantantes primero, y el director musical luego, salieron al escenario a saludar, la acogida del público fue muy calurosa.
Tomás Reining, que asistía asiduamente al Colón desde los quince años, y desde los dieciocho tenía abono en cazuela, los días domingos a las cinco de la tarde –el abono vespertino-, Se quedó de pie delante de su asiento de la primera fila del lateral derecho hacia el centro, observando a los cantantes, que saludaban uno tras otro. Poco a poco la gente iba dejando sus lugares y hacían lo posible por salir del teatro. Tomás hizo lo mismo, saludó a sus vecinos de fila, la mayoría de ellos, mujeres de avanzada edad, y salió por la puerta del medio, se dirigió a la escalera que daba al Pasaje Toscanini; llevaba una incomprensible prisa, se abría camino entre la multitud de personas de diferentes edades, nacionalidades y niveles sociales, que bajaban desde el paraíso, pasando por la galería, la tertulia alta y finalmente la cazuela, a donde pertenecía él, el "rango" más elevado, de los de clase media. Tomás trataba de caminar con paso rápido, evitaba mujeres ataviadas con trajes y pañuelos, turistas que hablaban inglés, alemán, francés, italiano y japonés, aficionados a la ópera vestidos muy pintorescamente. Su única intención era salir del teatro lo antes posible, como si estuviese muy a disgusto allí dentro; una vez que llegó a la planta baja, salió al Pasaje Toscanini y caminó hasta Libertad, dio la vuelta al teatro hasta el semáforo en la calle Tucumán, cruzó Libertad y atravesó la Plaza Lavalle en dirección a la boca del subte, eran alrededor de las ocho de la noche, un domingo de mediados de noviembre, con una agradable temperatura, era una noche despejada, una suave y fresca brisa acariciaba Buenos Aires, el joven de veintidós años iba vestido con un aire de desvaída elegancia, como se esperaba de él. Llevaba un pantalón de gabardina color beige claro, una camisa color crema dentro del pantalón, un cinturón de cuero marrón oscuro con una hebilla de bronce opaco, hacía juego con unos zapatos náuticos algo gastados, llevaba puesta sobre la camisa, una campera muy liviana de gabardina beige que hacía juego con su pantalón,;este atavío de colores claros "elegante sport", era el apropiado para asistir a la ópera en el mes de noviembre, Tomás era muy formal respecto a la vestimenta. Como muestra de pertenecer a una determinada clase social, que si bien ya había dejado de tener en cuenta esos aspectos, él los seguía manteniendo. Su aspecto físico era un tanto dejado, nunca se había interesado, por el deporte o la actividad física; ésta vida sedentaria había causado, que al terminar de crecer, subiese bastante de peso, sin llegar a ser nunca gordo. Su abundante pelo color castaño oscuro, era lo más moderno que lucía, largo, por debajo de las orejas y bastante desprolijo, sus ojos grandes, pero inclinados hacia abajo eran de un color ámbar, realmente muy bellos, los rasgos de su cara eran muy bien proporcionados, la nariz recta con fosas nasales no demasiado grandes, su boca era pequeña, y sus labios rozados, reposaba sobre un mentón de aspecto muy noble, sus orejas tenían una forma agradable, no eran ni pequeñas ni grandes; tenía el rostro muy pálido poblado de un incipiente vello facial, que no se podía llamar barba, producto de algunas semanas sin afeitarse, con la intención de ir un poco "a la moda"; lo más feo que había en su rostro eran sus ojeras y su palidez, que le daban un aspecto enfermizo. Por lo demás era bastante alto, un metro ochenta y cinco, de contextura grande, espaldas anchas, brazos y piernas largas, y manos y pies enormes. Tomás Reining era sin duda un producto auténtico y no adulterado de la tradicional burguesía bonaerense, mezcla de diversas razas europeas, su abuelo paterno había sido austríaco, de Viena, su abuela paterna era hija de un alemán de Dresde y una rusa de San Petersburgo. Por parte materna, su abuelo, era catalán, y su abuela era hija de un vasco y una asturiana.
Tomás bajó las escaleras del subte, sacó de su bolsillo derecho, su billetera de cuero marrón oscuro en la que guardaba la tarjeta para pasar por el molinete, que había comprado a la ida, una vez que pasó, bajó por la escalera mecánica hasta el andén de la estación Tribunales de la línea D, la temperatura en las profundidades, era mucho más alta que en la calle y el aire estaba viciado, por lo que tuvo que sacarse la campera, no sin cierta dificultad, ya con su mano izquierda sostenía el programa, una revista de música que le habían dado en la entrada del teatro, antes de empezar la función, y algunos panfletos, una vez que se sacó la campera, se aproximó a una de las pantallas que informaban la frecuencia del servicio, iba absorto en la música de Il Trovatore, tarareaba interiormente algunas melodías de la ópera, al mismo tiempo que trataba de "juzgar", la producción, tanto musical, como escénica, era un gran aficionado a la ópera, y esta representación, lo había dejado satisfecho. Tras cuatro minutos de espera, el tren llegó a la estación tribunales, se detuvo y abrió sus puertas automáticas; Tomás entró, y se sentó en el asiento de pana azul, el convoy iba relativamente vacío. El viaje que le esperaba, no era nada corto, debía ir en subte hasta la última estación de la línea D –Congreso de Tucumán– y ahí tomar el colectivo 60 o 59, hasta la calle Paraná, que dividía el partido de Vicente López del de San Isidro, donde vivía con su abuela Teresa, la madre de su difunta madre.
Una vez en el tren Tomás Reining le echó una ojeada al programa, pero al llegar a la estación Agüero, cerró el programa y se sumió en sus pensamientos. Su vida había tenido vaivenes más o menos dolorosos para un chico. Cuando tenía ocho años, sus padres se divorciaron, Tomás nunca quiso a su padre y le tenía miedo, en cierto modo fue un alivio para él el divorcio. Entre los ocho y los quince años, Tomás vivió con su madre en una casa en Olivos, y veía esporádicamente a su padre.
Pero cuando Tomás tuvo quince años, su madre se enfermó gravemente, un cáncer de mama consumió a Mercedes Feliú Resúa en menos de ocho meses, y esta mujer alegre, emprendedora y simpática a quien el pequeño Tomás quería tanto y era en cierto modo la única persona que tenía en el mundo, murió. A los 15 años, el jovencísimo Tomás Reining, se vio huérfano de madre; este fue sin duda uno de los dolores más grandes de su vida. Siete años habían pasado y con ayuda de psicólogos y algunos amigos, había superado en parte este asunto, pero siempre lloraba a escondidas a su madre muerta. Aquel recuerdo de ver a su madre pálida como la cera, cubierta de una mortaja blanca, en un ataúd negro, rodeado de coronas de flores, en la sala de velatorios, llena de parientes y amigos de la muerta y de la familia, fue una experiencia casi sobrenatural, en ese momento el jovencito no pudo llorar, se sentía fuera de este mundo, se quedó toda aquella noche en compañía de su abuela Teresa y su tía Pilar en la sala de velatorios, y al día siguiente el cortejo fúnebre, trasladó en un gran auto negro ornamentado con flores, seguido por otros ocho autos, el cajón, hasta la bóveda de la familia Feliú Resúa en el cementerio de San Isidro.
Este hecho que afectó tanto a Tomás Reining, lo hizo en cierto modo más fuerte; en lugar de deprimirse, se refugió en la ópera y la literatura. Era un alumno modélico, y al terminar el secundario, se recibió con el promedio más alto de su colegio y fue el abanderado.
Para ese entonces ya había leído la Biblia, y a varios autores como Shakespeare, Cervantes, Calderón de la Barca, Quevedo, Voltaire, Goethe, Schiller, Pushkin, Schopenhauer, Gogol, Dostojevsky, Tolstoi, Flaubert, Mann, Kafka, Musil, García Lorca, Hesse, Zweig, Borges, Bioy Casares, Cortázar, Sábato y García Marquez, lo que le había dado una cultura general y una riqueza de vocabulario muy considerables para un chico de su edad.
Amaba la ópera, había empezado por Mozart; luego repertorio alemán: Haydn, Weber, Beethoven, Wagner y Richard Strauss; más tarde repertorio italiano: Verdi y Puccini fundamentalmente; repertorio ruso: Glinka, Borodin, Mussorgsky, Tchaikovsky, Rimsky-Korsakov, Stravinsky y Shostakovich; algunos compositores ingleses como Henry Purcell, John Gay, Vaughan Williams y Benjamin Britten; repertorios nacionalistas de fines de siglo XIX y principios de siglo XX, especialmente Janacek y Dvorak, y las nuevas corrientes del siglo XX: Schönberg, Berg, Bartok y Poulenc. Se había interesado poco por el repertorio antiguo y barroco, con algunas excepciones como Bach y Händel; o el francés, con mínimas excepciones como Carmen de Bizet, Faust de Gounod, Les contes d’Hoffmann de Offenbach y Werther de Massenet. Comenzaba a interesarse por la música sinfónica, especialmente Mozart, Haydn, Beethoven, Bruckner, Tchaikovsky, Mahler, Richard Strauss, y Shostakovich.
Había viajado dos veces a Europa y una a los Estados Unidos con su madre y su abuela. Tras la muerte de su madre, se interesó en aprender alemán e italiano y a los 16 años empezó, haciendo grandes avances en poco tiempo. A esto se sumaba que desde chico estudiaba inglés y francés.
Único hijo y huérfano de madre, su padre, Gustavo Reining quiso que fuese a vivir con él, pero Tomás se opuso, prefirió vivir con su abuela materna, en su casa de Martínez. La casa de Mercedes Feliú Resúa en Olivos fue puesta en alquiler y el dinero de la renta, de dos mil dólares mensuales, iba a parar a una cuenta a nombre del chico, administrada por su abuela Teresa, que sería para cuando fuese mayor, al mismo tiempo, Mercedes Feliú Resúa dejó a su hijo cuatrocientos cincuenta mil dólares en efectivo y varias propiedades en la Capital, y la Provincia de Buenos Aires, que en total hacían un patrimonio de seiscientos mil dólares; todo esto también era administrado por Teresa.
Durante el colegio secundario, Tomás Reining, además de alumno aplicado y con excelentes notas, era simpático e inteligente; tenía mucha chispa, sin embargo tenía pocos amigos, se llevaba mejor con las mujeres que con los varones, es más se podría decir que sus amigas del secundario eran todas mujeres, en raras ocasiones estaba con los varones. Leía mucho, le gustaba la música culta y si bien sentía más inclinación por las humanísticas y sociales, que por las exactas y naturales, destacaba en todas las materias, menos en deportes, que era un verdadero martirio para él.
Le fascinaban las ideas modernas e innovadoras en materia de política, era un mar de contradicciones, a pesar de llevar la vida de un joven de clase media alta muy acomodada en una lujosa casa de Martínez, con mucama con cama, jardinero y empleada por horas, suplente para los fines de semana, decía ser socialista.
Además de esto, era muy querido por todos sus profesores y estimado por sus compañeros.
Al terminar el colegio secundario, hizo en un año el ciclo básico común para la carrera de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Mientras estuvo en el CBC, sus notas fueron tan excelentes como lo habían sido en el secundario, pero al entrar en la carrera, se sintió muy mal, no se acostumbraba al caos y el desorden de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA, el viaje desde Martínez hasta Caballito le resultaba tedioso y por primera vez en su vida, no podía concentrarse en la lectura, pensaba todo el tiempo en su madre muerta. Se había vuelto muy endeble. Tras rendir el primer parcial de Filosofía I y obtener un escaso seis, se decidió a abandonar la carrera. Su padre, tomó muy mal la noticia y lo presionó para que estudie algo "más serio", el deseo de Gustavo Reining era tener un hijo abogado, pero Tomás no quería esto en lo más mínimo.
A mediados de ese mismo año con su abuela, resolvieron que iría dos meses a Berlín a estudiar alemán, idioma que le fascinaba y en el que ya estaba bastante avanzado. Llegó a Berlín y se hospedo en un hostal de la academia de idiomas donde él estudiaba, conoció a varios jóvenes de diferentes nacionalidades; pero del que más se hizo amigo, fue de un chico de Berlín Oriental, que estudiaba Historia, un año mayor que él, llamado Wilhelm Fassbaender, hijo de un berlinés, profesor de matemáticas en la Universidad y una filóloga de Leipzig. Tomás Reining conoció a Wihelm Fassbaender, en un bar, a la salida de ver La dama de pique de Tchaikovsky, en la Staatsoper. Ambos se quedaron hablando de diversos temas por varias horas en el bar hasta que cerró. A Tomás, el joven berlinés, le había causado un impacto muy favorable, amante de la ópera como él, era también un muchacho muy culto, sensible e inteligente. Hablaba además de su alemán natal; inglés, ruso, francés e italiano. Era flaco, apenas dos centímetros más alto que Tomás, de pelo color castaño claro y ojos oscuros, rasgos sencillos, ojos pequeños, nariz respingada, boca pequeña y la tez un tanto más mate que Tomás.
A la una de la mañana de aquel día domingo, el transporte público de Berlín, ya no funcionaba; el hostal de Tomás estaba cerca, pero ambos sentían ganas de seguir hablando. Finalmente tomaron un taxi, que los llevó a la casa de Wilhelm, un sencillo departamento de dos habitaciones, una pequeña cocina y un baño, en un bloque de viviendas de la década del setenta en la ex Berlín Oriental. Wilhelm vivía solo allí con un gato llamado Tristan. Los dos jóvenes se quedaron toda la noche despiertos conversando de los temas más diversos y contando sus experiencias de vida, mientras tomaban toda clase de bebidas alcohólicas, finalmente a las ocho de la mañana se durmieron. Tomás se despertó cerca del mediodía y sin pedir permiso se dio una ducha. Al salir Tomás, Wilhelm también se duchó; en 5 minutos, como es la costumbre en Alemania; y desayunaron café con pan, yogur, frutas y embutido.
El domingo fueron a dar un paseo por Berlín, y a la noche se despidieron cuando Tomás regresó a su hostal a las diez de la noche para ir a su clase al día siguiente. Durante un mes y tres semanas se veían asiduamente, hasta que terminó su cursada en la academia y tuvo que volver a Buenos Aires; pero en ese momento él prefirió quedarse en Europa. Habló con su abuela y le dijo que buscaría trabajo y alquilaría un departamento en Berlín. En efecto, rentó un departamentito de condiciones similares al de Wilhelm, muy cerca de éste. Por ser nieto de un austríaco, tenía pasaporte de la Unión Europea, y consiguió trabajo como recepcionista el hostal donde había vivido mientras estudiaba. Ganaba mil doscientos euros por mes, lo que le alcanzaba para pagar el alquiler de seiscientos y vivir modestamente.
A los cuatro meses, decidió ir a vivir con Wilhelm y el gasto de alquiler se redujo a trescientos euros; hacía al mismo tiempo, que su abuela le girase quinientos dólares todos los meses. Por las ideas socialistas de Tomás, Wilhelm le resultó sumamente interesante, ya que había nacido y vivido hasta los seis años en la DDR.
Un año y medio Tomás Reining vivió en Berlín e hizo viajes con Wilhelm a Londres, París, Amsterdam, Bruselas, Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla Granada, Niza, Florencia, Roma, Nápoles, Milán, Venecia, Zurich, Lucerna, Innsbruck, Salzburgo, Viena, Budapest, Praga, Varsovia, Dresde, Leipzig, Munich, Núremberg, Bayreuth, Freiburg, Stuttgart, Heidelberg, Dortmund, Weimar, Colonia, Düsseldord, Bremen, Hasmburgo, Copenhague, Estocolmo, OOOslo, Helsinki, San Petersburgo y Moscú, quedándose dos o tres días en cada ciudad. Al cumplir los veintidós años, Tomás se disidió a volver a su país. No conocía él mismo bien los motivos para volver, sin embargo sentía que debía volver a su país. Se despidió de su querido amigo berlinés y le dijo que lo esperaría en Buenos Aires, éste le prometió que se volverían a ver, siguieron en contacto por internet.
Al volver a Buenos Aires, Tomás volvió a la casa de su abuela Teresa, a vivir con todas las comodidades de otros tiempos. Entró a trabajar en la empresa de su padre en San Fernando, quien hacía interiores para barcos. Tomás trabajaba de Lunes a Viernes, de una de la tarde, a ocho de la noche en la oficina; haciendo diversas tareas administrativas y ganando un sueldo de mil seiscientos pesos por mes. Tenía una extensa colección de música en CD y DVD, leía mucho, e iba a almorzar todos los días a la casa de su abuela paterna; Catalina Steiner, con quien practicaba el alemán, al mismo tiempo se entrenaba para rendir el Großes Deutsches Sprachdiplom, uno de los mayores títulos que existían en la lengua alemana.
Su vida en Buenos Aires era más bien solitaria, casi nunca se veía con sus antiguos compañeros del secundario, había hecho tres amigos por internet y los veía cada tanto. En octubre de ese año no soportó más a su padre y renunció a su trabajo. A partir de ese momento entró en un estado de hipocondría y abulia; salía lo menos posible; sólo para ir a su psicóloga en San Isidro, y al Colón, cuando había ópera, ya que conservaba el abono.
En el subte mientras volvía a su casa pensaba en esta situación y le angustiaba mucho, él había sido el mejor promedio y el abanderado, hablaba alemán a la perfección, además de inglés, francés e italiano. Y no trabajaba ni estudiaba, pensaba en su madre muerta, no tenía siquiera algunos alumnos a quienes darles lecciones de alemán. Abrazaba la idea de estudiar Letras, pero no en la UBA, sino, en una universidad privada. Pesaban sobre él muchos condicionamientos, la vida que llevaba no era la que se esperaba de un chico de veintidós años. Sino una vida más bien despreocupada y hedonista. Las ideas socialistas y haber vivido en Berlín un año y medio, habían hecho desaparecer en él todo rastro de religiosidad, ya ni a Dios podía encomendarse, lo consideraba una estupidez, pero cuánto lo deseaba... Estudiar también le apabullaba.
Finalmente el tren llegó a la estación Congreso de Tucumán, bajó con los últimos pasajeros y salió de la estación, eran más de las nueve de la noche. Una vez en Cabildo volvió a respirar el aire fresco de la calle y se puso su camperita, con la misma dificultad con la que se la había sacado. Caminó hasta la parada del 60, y a los dos minutos llegó un colectivo que decía "bajo", subió a él, viajó un tanto nervioso, el colectivo cruzó Puente Saavedra; pasó la Quinta Presidencial. Al pasar por Olivos, sintió que el corazón le latía de repente con más fuerza, ¿era acaso el recuerdo inconsciente de su madre muerta? No lo sabía, sólo quería llegar a su casa lo antes posible. Cuando el colectivo hubo llegado a Paraná, donde la Avenida Maipú se convierte en Santa Fe, Tomás se bajó del colectivo y caminó por Paraná, cuatro cuadras, donde dobló en una calle en forma semicircular llamada Santa Rosa, del lado de Martínez, ahí era la casa de su abuela Teresa, sacó de su llavero náutico, dos llaves, la de la reja y la de entrada, era una hermosa casa muy amplia, estilo inglés, con ligustrinas, ventanas pequeñas, puertas de roble y techo de pizarra
Una vez adentro, lo recibió Myriam, la mucama con cama adentro que había vuelto dos horas antes, su abuela estaba en la cocina; él atravesó el hall de entrada, subió las escaleras y fue a su cuarto, se puso ropa de entre casa y bajó al encuentro de su abuela.
María Teresa Resúa Martínez de Feliú, era una mujer de setenta y un años, de un metro sesenta y ocho, que en su juventud había sido bastante más alta, también había sido una mujer de considerable belleza y lo seguía siendo, teniendo en cuenta su edad, sus ojos eran negros, su nariz recta, un tanto aguileña, su boca era pequeña y los rasgos de su cara eran en general agradables. Era viuda y había tenido dos hijas: Pilar, la mayor, que tenía tres hijos, dos varones y una mujer, todos más chicos que Tomás; y Mercedes, la madre de Tomás. Era dueña de una importante inmobiliaria de la zona norte del Gran Buenos Aires. Había estudiado arquitectura, pero no llegó a recibirse. Mujer de negocios, siempre iba elegantemente vestida, con sus pelos canosos y lacios teñidos de castaño oscuro; siempre llevaba maquillaje, pero no en exceso y algunas alhajas de oro. Era una mujer más bien fría y hablaba poco, le costaba demostrar sus sentimientos, aún con todo esto, se había ocupado bastante bien de su nieto al morir su hija.
Teresa le dijo a Tomás si quería ir a comer algo a algún restaurant, este asintió, fue a su cuarto a cambiarse; esta vez fue más informal, un jean, una camiseta y unas zapatillas. Fueron con el auto de Teresa a un restaurant en Avenida del Libertador. La conversación entre la abuela y el nieto era fría. Tomás sentía una deferencia hacia su abuela que no le permitían intimar con ella, sus temas de conversación más frecuentes eran los viajes. Compartieron un salmón rosado al Chablis, mientras a desgano Tomás le contaba la función en el Colón a su abuela, quien no entendía nada de ópera. Después de postre Tomás comió panqueque de manzana con crema. Al finalizar la comida, volvieron a la casa, Tomás fue a su cuarto y encendió la computadora. Wilhelm estaba conectado.






















Augustin von Reichenau.
Buenos Aires, 12 de noviembre de 2006.

1 comentario:

Damián Ezequiel dijo...

Creo que este texto se puede considerar como un buen relato (no un cuento, porque no tiene los elementos porpios de este). Es entretenido, cúlto y muy cosmopolita. Evidentemente hay mucho de autobiográfico. Un detalle es que el total de todo lo heredado ($400.000 + propiedades) sea $600000) no se pero parece poco.
Creo que el narrador y el protagonista son dos personas de clase definitivamente alta.
No se que más decir. Te felicito!